Codex Buranus 13: Bache, bene venies



Sé bienvenido, Baco.



    Llegan en bandejas las copas y las botellas de las manos de sirvientes de rostros serenos, levemente intoxicados quizá del propio vino que sirvieron a la derecha de cada estudiante. Caminaron despacio, haciendo brillar los cristales y los líquidos que cargaban contra la luz de los candelabros. Tensos y expectantes, observan y escuchan los alumnos los líquidos hacerse cuna en las copas hasta muy cerca de los bordes, vertidos con gracia y lentitud por manos suaves pero de agarre firme.

Veíalos la pintura del Dionisio danzilmarés, cuya sonrisa se agrandaba en tanto más se acostumbraban los alumnos a su presencia, pasando de ser poco a poco algo nuevo e intimidante a algo deseado y grato.
Dieron Wéishen y Yamé el primer trago, y dijo el primero:
—Eres un hermoso vino, vino bien cargado, haces a un hombre valiente, cortés y animado.
Labios jóvenes se acercaron a las copas y se dejaron acariciar por el vino, acostumbrándose a esos primeros toques cálidos y amargos. Poco a poco los labios lo dejaron pasar, las copas exhibiendo lentamente espacios vacíos. La embriaguez necesita su tiempo para maquillarse antes de dejarse ver.
Dijo Yamé:
—Es un buen vino, muy buen vino, haces puros los sentidos y los espíritus.
Méyu: “Esto es lo que atrapa los corazones jóvenes, lo que prende en fuego a sus venas y los hace buscarse para compartir sus ardores”.
Hay sonrisas por los primeros calores de garganta y estómago. Los sirvientes siempre atentos, al fin comienzan a rellenar las primeras copas que se han vaciado.
Dijo Wéishen:
—Qué grandioso vino es éste, dulce y generoso, vuelves toda ocurrencia en gran arte y ciencia.
Bárum: “Este es el calor que pierde y enamora, el que mueve a la risa, a la unidad, a los amores”.
Se han llenado varias veces las copas. Algunas cabezas son metrónomos de lentas canciones silenciosas. En las pupilas se reflejan las brillantes llamas, dilatando formas imposibles que se intercalan unas con otras. La mesa se volvió ondulada y líquida; las paredes, extensas y acogedoras. La embriaguez coqueta empezaba a mostrarse ante su público.
Dijo Yamé:
—Ven conmigo, lindo vino, tuyo es mi cuerpo; haz que todos te veneren, danos tus calores.
Éla: “Esto es lo que deshace los pudores, y que a complacer y ser complacido llama”.
Las voces comienzan a arrastrarse con ecos somnolientos y potentes entre las paredes. Las luces que rebotan entran deformadas en las pupilas. El leve movimiento del mundo que mueve al asombro y la risa no distingue entre rostros, cuerpos y formas inertes.
No sabía nadie si el abrazo del vino engañaba a los sentidos para distraerlos de la verdad del mundo, o si en cambio favorecía su auténtica contemplación sin los filtros de la sobriedad.
—Acepta, buen vino, en mi sangre tu santuario; hazme volver a esa infancia de los sentidos.
Dionisio contemplaba las copas vaciándose y llenándose, más rápido conforme las mentes más se maravillaban de las simplezas de ese fragmento del mundo. Y los vio poniéndose de pie y acariciando y siendo acariciados, felices ante cada imagen y cada sonido, recién nacidos que se saben experimentadores del mundo.
Orgullosa se exhibía la embriaguez.


          



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