Alter-ego 9: El camino difícil



Ánderwo quiere reducir el sufrimiento de una realidad por la vía difícil.



A diez kilómetros de la ciudad de Déspos, en la península oriental, se encontraba en ese mundo el vertedero de basura más grande de Danzílmar. Siendo un bebé, Ánderwo fue pronto abandonado en medio de una cama de desechos plásticos a la entrada del basurero. Permaneció dormido largo tiempo, afinando y discutiendo con el viajero los detalles de su plan para ese mundo.
—Quiero lograr la grandeza desde lo más bajo —había dicho tras salir del universo anterior—, superar la miseria por el camino duro. Hazme nacer en las circunstancias más infrahumanas, que el sufrimiento sea mi principal experiencia, y poco a poco iré superándolas con la fuerza de mi voluntad y perseverancia hasta salir de ella, y luego luchar contra el mundo para acabar con esa miseria.
—Dudo que puedas lograr todo eso en un solo intento —dijo el Viajero.
—Es por eso que necesito que me hagas repetir esta vida una y otra vez en caso de que muera.
Esperaba el bebé entre la basura, y su vida corría el peligro del hambre y de las quemaduras del sol.
—Te mueres —dijo el Viajero.
—Si muero, vuélvelo a intentar hasta que alguna circunstancia me haga vivir.
Y tras varias horas, Ánderwo murió y los buitres rápidamente hicieron desaparecer el pequeño cadáver.

***

Otro intento:
Una perra embarazada hambrienta se encuentra con el bebé indefenso. Lo devora para alimentar a sus cachorros.
Otro intento:
Un camión de basura que entra con su cargamento para el basurero. El conductor no repara en el bebé que está en una pila de plásticos justo donde va a soltar su carga. Ánderwo muere aplastado por electrodomésticos: lavadoras, refrigeradores, secadoras, hornos de microondas…
Tras muchos intentos:
Un hombre que habita el basurero se encuentra con el pequeño Ánderwo, lo acompañan muchos otros niños que también se ganan la vida en el basurero. Lo recoge y se lo lleva, pero el bebé muere días después de una infección intestinal.
Más intentos después:
Por pura estadística, consiguen un mundo en el que Ánderwo logra sobrevivir la primera infancia. Vive ahora en una gran comunidad de gente que vive del basurero, familias completas han creado sus viviendas de autos y lonas viejas. Viven todos del reciclaje; cada mañana, niños y adultos recorren el basurero recolectando plásticos y separando metales de la basura orgánica, y después los adultos, en sus frágiles carretas de madera, llevan lo que han salvado a la planta recicladora más cercana para venderla, la ganancia suele venir casi siempre en forma de agua embotellada, algunos alimentos, y un poco de dinero que rápidamente es gastado en más agua y comida.
Había entre ellos un hombre llamado Kányu, que se había ganado el cariño y respeto de los niños debido a su simpatía y tacto para enseñarles a sobrevivir en ese ambiente miserable. A diferencia de los demás, Kányu tenía un aspecto más robusto, menos demacrado de la piel y los dientes, y un cabello dorado que, se notaba, alguna vez no estuvo expuesto al sol ni al polvo del basurero; él había llegado de afuera para vivir voluntariamente entre esos desesperanzados. Los padres dejaban a sus hijos recorrer el basurero con Kányu a fin de aprender mejor a vivir en ese mundo. Mal nutridos pero optimistas, los niños siguen a su guía como corderos mansos.
—Desplieguen esa lona entre las llantas de autos —decía Kányu y obedecían. Después de la lluvia, había bastante agua recopilada en las numerosas lonas de plástico repartidas por todo el basurero.
Guardaban las botellas, las lavaban y almacenaban toda el agua que podía, llevándolas consigo como un pueblo nómada en busca de algún alimento en un desierto inmundo.
—Estos tomates aún se pueden comer —y al hablar cortaba con su cuchillo los pedazos llenos de pelusa blanca y manchas negras, dejando sólo un triángulo todavía digerible—. Agarren todas las verduras y córtenles las partes malas.
Un niño igual de flaco que todos, pero de rostro duro, salió de entre los niños y ayudó a Kányu a almacenar los tomates que iban cortando en una caja de cartón.
—No pierdan el tiempo guardándolos, Yéman —dijo Kányu—, coman los que puedan de una vez mientras aún se puedan comer.
Y bajo su guía, el desolado basurero no parecía un sitio tan terrible. Ánderwo creció ahí, sufriendo y riendo bajo la optimista esperanza de que crecería para sacar a toda esa comunidad de la miseria. Se paseaba entre los destartalados automóviles que servían de casas y miraba a los hombres y mujeres que no paraban un segundo de trabajar en el reciclaje, y sus rostros quemados añoraban y lloraban lágrimas secas que no les humedecían la seca piel llena de polvo. Pese a la malnutrición, esas piernas y brazos huesudos, y esas columnas encorvadas, sacaban una milagrosa fuerza nacida del miedo a la muerte, y al cargar las carretas con sus materiales reciclables se leía en ellos una angustia que les hacía pensar si no sería mejor esperar la muerte. Kányu se había tomado el trabajo de hacer esta realidad menos terrible para los niños, les enseñaba a leer con viejos periódicos y a escribir en cartones viejos, les ofrecía una educación rudimentaria en el conocimiento del mundo para intentar mantener viva su curiosidad y hacerlos conservar cuanto menos un poco de esa ceguera infantil que provoca una mínima alegría ante la vida, la cual ya era imposible tener para los adultos. En vano intentaba Kányu que los padres vieran el lado positivo de ese mundo.
—Podríamos estar peor —decía casi siempre.
—Si usté’ lo dice —le respondían sin creérselo de verdad, tan poco les alcanzaba la imaginación para visualizar una vida peor.
Los días que los adultos regresaban con agua y comida fresca de la ciudad eran el único momento en que podían darse el lujo de un pequeño ocio, en la noche, después del ligerísimo aseo semanal para el que usaban trapos y cantidades minúsculas de agua. Llagas, costras, heridas y salpullidos tenían ahora la oportunidad de ser lavados y desinfectados con un poco del alcohol que también traían de la ciudad. Reunidos todos juntos, rodeados de pilas de metales, muy lejos de la sección de la basura orgánica para mayor comodidad, Kányu contaba historias a la luz de una fogata a los niños, donde era posible ver en sus débiles facciones el espíritu jovial e ingenuo que compartían todos los niños sin importar las situaciones de la vida.
Una de esas noches, Ánderwo le preguntó a Kányu cómo había llegado al basurero.
—Yo solía trabajar ayudando a la gente —contó, dejando escapar en su voz tanto nostalgia como rencor—, e intentaba ayudar sobre todo a los niños de la calle. Me enteré un día de las comunidades que trabajan en los basureros, como esta, y me indigné tanto al saber la condición en que los niños tenían que vivir que intenté hacer algo al respecto. Pasé muchos años luchando para que pudieran recibir ayuda, se realizaron protestas y proyectos de calidad para sacar a los niños de aquí, se le presentó al gobernante una petición para brindarles ayuda social a los que vivían en los basureros, pero el tiempo pasaba y no recibíamos noticias de nada. “Su petición está en revisión”, nos decían, “hacemos lo que podemos para analizar su caso”, repetían año tras año. No estaba dispuesto a rendirme, como ya adivinarán, pero, desafortunadamente, mucha de la gente que en un principio colaboró conmigo empezó a cansarse, “no van a hacer nada”, decían, “perdemos el tiempo”. Estábamos atados por todos lados; los orfanatos se negaban a aceptar a niños de los basureros; hubo padres interesados en adoptar a alguno de ustedes, pero a última hora se hacían para atrás; los servicios de ayuda social se rehusaron a proporcionarles ayuda alegando falta de fondos. Fue desesperante ver como todo se estancaba y retrocedía. Me enteré después que había una razón para ignorar esta iniciativa, y es que para el gobierno es más barato que haya gente como ustedes y sus padres haciendo el reciclaje, un trabajo barato en comparación a lo que costaría pagarle a los empleados sanitarios. Sólo hacen arrojar toda la basura aquí y que los niños hagan el resto.
Yéman levantó su delgado brazo, y preguntó con un ligero tic en el ojo:
—¿Te molestó eso?
—Claro que me molestó. Sabía que no me iba a ser posible cambiarlos a ellos, así que decidí cambiarme a mí mismo, por eso vine aquí, para no dejarlos solos.
No era posible saber si Kányu lograba conmover a los niños o a los adultos. Por bien intencionado que Kányu fuera, la verdad seguía siendo que las enfermedades y las muertes seguían siendo el evento más natural en el basurero, y por más que se lo propusiera, el consuelo que pudiera dar era muy superficial al fin y al cabo.
Tiempo después, Ánderwo murió aplastado cuando, al pasar por la sección de autos, la gravedad hizo a uno de estos balancearse de su delicado nicho en la cima de su torre.
Otro intento:
Ánderwo vuelve a morir en la infancia a causa de otra infección.
Otro intento:
Ánderwo muere en una pelea con Yéman a los cinco años. La razón: una caja de panes aún en buen estado que Ánderwo se negó a compartir.
Más intentos después:
Ánderwo llega a los ocho años. Kányu es asesinado por unos hombres que un día llegan al basurero. Estos toman el control de los niños.

***

Nunca supieron sus nombres ni de dónde venían, sólo que sus ropas estaban en una pieza, que no estaban tan sucios, que venían en camionetas y que tenían armas. Hombres altos, dos delgados y tres robustos, dos mujeres de cabello corto, todos siempre con un arma en la cintura. Cada semana venían para llevarse a uno de los niños y niñas. Una de las mujeres, la más morena, bastante maquillada y de pantalón vaquero, inspeccionaba de cerca a los niños y a las niñas que, paralizados, se dejaban tocar las caras y los cuerpos. De vez en cuando la mujer se incorporaba y decía a sus compañeros:
—Éste sirve.
Inmediatamente uno de los hombres se llevaba al pequeño hasta la camioneta; si intentaba forcejear, le daba una bofetada, y a veces la mujer lo regañaba:
—No le vayas a arruinar la cara, imbécil.
A algunos niños y niñas los miraba con desapruebo, incluso asco. Al principio parecía que su criterio de selección era la belleza de los infantes, pero de vez en cuando seleccionaba a alguno que fuera particularmente feo o cuya vista causara gran piedad.
—Este se va para el norte —decía a sus compañeros, y el pequeño era llevado a la camioneta.
Nadie sabía a qué se refería con irse al norte, o al centro, o a los antros, y cada vez que se marchaban cundían las lágrimas de los padres y amigos de los ausentes.
Las primeras veces los padres quisieron darles pelea, pero las armas de aquellos hombres pronto silenciaron para siempre toda protesta, para lo cual tuvieron que morir cinco adultos antes de que el miedo hiciera resignarse a los demás.
Pasaron los meses y siempre volvían. Niños y niñas que originalmente habían sido rechazados comenzaron a ser seleccionados. A veces para las inspecciones eran obligados a desnudarse, otras veces les hacían levantar pesados ladrillos para que caminaran con ellos a cuestas.
—¿Quieren salir del basurero? —una vez preguntó la otra mujer, casi una anciana, gorda y de falda larga— Nosotros les estamos dando trabajo a sus amiguitos en la ciudad. Si quieren volver a verlos, cooperen y no lloren.
Un día, tras examinar a Ánderwo desnudo, la primera mujer parecía tener dudas sobre si aceptarlo o rechazarlo. Llamó a uno de sus colegas:
—¿Crees que es lo que nos pidieron?
Tras examinarlo también, el hombre calvo, cuyos párpados del ojo derecho parecían estar fusionados, dijo:
—Nos pidieron uno circuncidado.
—Eso lo arreglamos después, pero fíjate en sus dientes.
—Aún tiene todos los dientes —a la fuerza levantó el labio superior de Ánderwo con el pulgar y el índice
—Es el único que no los tiene todos amarillos, pero aun así no se notan blancos.
—No esperarán que encontremos dientes perfectamente blancos en un lugar así.
—¿Qué hacemos entonces?
—Llevémoslo. Total si no les gusta, siempre está el norte.
Ánderwo observó de nuevo el basurero a través del cristal de la camioneta, y antes de perderlo completamente de vista, el hombre estaba preparando un cuchillo de cabeza pequeña y se había puesto guantes blancos.

***

—¡Ten cuidado! —gritó el hombre y dio un manotazo a la pared del coche.
—No me grites, un idiota se me cruzó —reclamó la mujer.
—Es peligroso hacer esto ahora, ¿no podemos esperar a llegar?
—Ya tienes todo lo necesario aquí, ¿para qué esperar?
—Si le corto mal, nos van a joder.
—No seas cobarde, sólo hazlo.
—Como no lo tienes que hacer tú…
Las manos con el cuchillo, cubierto de alcohol, sujetan la delicada piel. Ánderwo, retorciéndose y llorando, está sujetado firmemente por el otro hombre, el obeso cuya mano sudorosa le cubre la boca y la nariz, el olor amargo del sudor le da náuseas.
—Ahí voy, sujétalo bien —dijo el calvo.
El gordo aprieta aún más los brazos; Ánderwo se siente desfallecer por la presión en su pecho y el horror. Afortunadamente, la mujer no encontró nuevo obstáculo o conductores idiotas que se interpusieran en su camino. Simplemente cerró la ventanilla que daba a la parte de atrás, para mitigar un poco los gritos de Ánderwo.

***

—No sé cómo es que logré llegar a la edad que tengo ahora. Por todo lo que pasé de seguro habría muerto miles de veces, de manera horrible, antes de tener la oportunidad de llegar a los treinta años, es por eso que…
Y el discurso siguió, con solemne silencio, mientras los miembros de las Naciones Unidas descansaban las barbillas en los nudillos, miraban con ojos atentos al hombre flacucho de piel acartonada que soltaba su discurso con toda la voz de sus débiles pulmones, tomaban notas, murmuraban entre ellos asintiendo con la cabeza. El discurso finaliza. Todos aplauden. El presidente desde su asiento toma el micrófono y dice:
—Gracias por sus palabras…
Dice más cosas, pero Ánderwo casi no escucha nada. “Gracias por sus palabras”, como si todo esto fuera poesía.
En la calle, periodistas quieren entrevistar al hombre que vivió en los basureros. Del tumulto salen flashes y micrófonos que se le pegan a la cara.
—¿Qué cree que harán los representantes?
—¿Cree que ha logrado algo?
—¿Adónde irá ahora?
—¿Volverá a Danzílmar?
—¿Qué opina el gobierno de Danzílmar de su presencia aquí esta noche?
Y entre esas y otras preguntas tontas, que Ánderwo no tiene intención o capacidad de responder, surge un estallido que hace lanzar a todos agudos gritos de pánico. El tumulto se conmocionó y todos se alejaron del cuerpo de Ánderwo, de cuya cabeza surge una fuente de sangre.

***

—¿Cuántas veces lo has intentado?
—Tú has de llevar la cuenta mejor que yo.
—¿Es necesario que lo intentes otra vez?
—¡Sí!
—¿Seguro que no quieres hacer algo nuevo?
—¿Qué podría ser eso? ¿Vas a ayudarme como en el mundo de los adjetivos? Se supone que ni siquiera deberías intervenir.
—Yo creé las reglas, puedo cambiarlas si quiero.
—En el mundo de las rocas gigantes también me fue mal y no me ofreciste ayuda.
—En aquel momento no era mi voluntad hacerlo.
—Tampoco fue tu voluntad en el mundo de los seres blancos.
—Así es.
—¿Para qué me ofreciste volverme Viajero? Todo me ha salido mal, no me siento satisfecho con nada de esto.
—Son tus propias decisiones las que te han llevado a donde estás ahora, no me quieras culpar por eso.
—…
—Ibas bien hasta que decidiste empezar a castigarte.
—No me estoy castigando.
—Te la pasas tomando decisiones que resultan en tu sufrimiento una y otra vez. Una realidad de los Viajeros es que para nosotros no existen las consecuencias; no tenemos que tomar la responsabilidad de nada de lo que hagamos. Hay demasiados universos; si quieres ser un Viajero, debes aprender que no vale la pena invertir emociones en ninguno de ellos.

***

—… Viajero, no creo lo que dices.
—No me tienes que creer; tú solo lo descubrirás a su tiempo, así como yo lo hice.
—Hazme volver a nacer, esta vez como un dios.
—¿Qué pasó con lo de conseguirlo por la vía difícil?

—Ya me cansé de intentarlo así; pero antes de continuar, quiero liberarlos del sufrimiento. 


          

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