Codex Buranus 18: Circa Mea Pectora



Tu hermosura me hiere cruelmente.


    Abren Genáo y Níma las puertas del gimnasio, cada uno a la espera de sus compañeros para darles instrucciones, y en sus pechos había un corazón cuyo latir les llegaba a los oídos; pequeños timbales que en cualquier momento los ácidos de la espalda podrían hacer acelerar hasta reventar sus membranas. Entre sí se miran y se sienten latir al mismo tiempo, ambos pares de pupilas se dilatan. Salen a la noche, bajo las nuevas estrellas y la luna llena, a esperar en la oscura escuela a que se congreguen todos. Pero ¿cuánto más podrían esperar? Adrede se mantienen alejados, fingiendo mirar hacia el suelo o hacia el cielo.


Figuras discretas empiezan a entrar por las puertas de la escuela, como sombras que no pueden ser descubiertas, pese a que no hay nadie que les bloquee el paso. Y en los pechos de todos laten al mismo tiempo los corazones y salen suspiros cálidos. Se encuentran entre sí, y sus figuras son tan apetecibles que no poder acercarse aún es doloroso. Pero todos van hacia el mismo lugar, hacia el único edificio de toda la escuela donde hay luz, donde todos saben que ha sido todo preparado para esa noche, y recordarlo todo acelera los pasos y los timbales dentro de los pechos.
“¡Ha venido Yéyán, el de las piernas fuertes!”
Es necesario detenerse un momento para darle prioridad a la vista, y de tener tiempo para regocijarse.
“Mi amante también ha venido.”
“Mi amante aún no llega.”
“¿Vendrá ya mi amante?”
Se murmuraban apenas llegaban a las puertas del gimnasio, donde fueron instruidos a esperar, faunos a la derecha y ninfas a la izquierda, descansando en colchonetas.
Genáo se acerca a Níma, su lista en la mano:
—¿Hay el mismo número?
—Yo así lo tengo.
—¿Pero no cuentan Yamé ni Wéishen?
—Los ganadores deben ir aparte.
Y aprovecha él para verla a los ojos, que frente a él son brillantes, pues son posada de la luna en el cielo.
El gimnasio se va llenando despacio. Apenas llega Bárum, Genáo le indica una silla especial del lado de las chicas, y apenas llega Méyu, le indican su lugar del lado de los chicos.
—Me faltan sólo cinco —dice Níma.
—A mí seis —dice Genáo.
“No hace falta luz aquí, si tenemos tus ojos.”
Allá afuera la noche parece el abismo del fin del mundo.
“Mi amante ya ha llegado.”
“¿Por qué no llega mi amante?”
“Ya quiero que llegue mi amante.”
Salen de entre las sobras las esbeltas figuras de Yamé y Wéishen, que solemnes y dominantes emergen hacia la luz, ambos finamente vestidos de gala, tomados de la mano.
—Ya casi llegan todos —dice Níma, entre tartamudeos, entre respiraciones de pez fuera del agua.
Sale Óira a su encuentro, que avisa que los dos grupos están nerviosos.
—Démosles un poco de tiempo —dice Yamé—, déjenlos mirarse un rato más; que la tranquilidad anteceda a la tormenta.
Van cada uno a sentarse entre sus discípulos, que los rodean en círculo, dispuestos a escuchar las palabras de sus mentores en preparación a la tormenta.
Llegan los últimos chicos y chicas, y tal como han sido instruidos, Genáo y Níma cierran las puertas.
—Ya no falta nadie...
—No...
“Quiera dios, o más bien todos los dioses...”
Ambos se dirigen a sentarse a sus respectivos grupos, sin apenas dejar de verse.
“...que quieran concederme mi deseo...”
Escuchan poco, suspiran mucho, laten mucho, se estremecen mucho.
“... de poder romper yo...”
Se levantan los mentores de golpe.
“...sus lazos virginales...”
—Ya es hora —dice Wéishen.
—Id a lavaros a las duchas —dice Yamé—, pero volved vestidos, pues todo regalo merece ser desenvuelto a la vista del que desea.
Y obedecieron todos, en un orden tan silencioso y con tanta calma, que pareciera que alguna voz autoritaria inaudible los azotara.
Se lavan todos no sólo las impurezas que han recogido del exterior, sino también más importantemente todo rastro de culpa. Los jabones serán sustituidos por otras manos, las zonas sensibles del cuerpo dejarán de ser privadas, sino propiedad de otro.
Las duchas se vacían y el gimnasio vuelve a llenarse.
“¡Qué alegría, mi amante ya está aquí!”


          



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