Codex Buranus 16: Dies, Noxe Et Omnia



El día y la noche están en mi contra.


    Bárum hubiera preferido esconderse tras el grueso tronco de cualquier árbol, pero se hallaba expuesto en las bancas del área común, ahora convertida en paseadero donde los invitados temporales perdían el tiempo. Mantiene la mirada baja, porque a la distancia de la mirada ha detectado a Yamé con un pequeño séquito de discípulas, elegantemente disfrutando de las caricias del viento que tan bien les llega del mar. No había noche ni día, desde la reunión en la taberna, en que no sintiera que todo se había vuelto en contra suya, aun en su supuesta suerte.

“Eres el ganador.”
Pero la imagen de Yamé parecía cegarlo.
“¿Con qué valor ha de reclamar mi premio?”
Pero la charla ininteligible de las aún vírgenes se sentía debajo de sus ojos, y en creyendo que se habían dado cuenta de él y lo juzgaban por no ser un ganador digno, reza a los dioses para no derrumbarse.
Sus suspiros cada vez son más fuertes, más hambrientos de aire. No puede ni rodar los ojos hacia ahí, pues teme que esos oídos le hayan escuchado suspirar.
Pero era verdad que las vírgenes hablaban del casto, pero de él poca opinión compartían, ni favorable ni condenatoria. Yamé seguía sonriendo sabiéndose observada, y con la misma sonrisa apaciguó las voces de las vírgenes.
“Ni mis amigos han sabido aconsejarme.”
Ellos también han jugado y han perdido. Se alegran de tu suerte, pero fuera de ello en nada pueden ayudarte. Ellos estarían igual.
Alguien se sienta a su lado. Wéishan ha acudido a su triste llamado.
“Por tu honor compadécete de mí, quien ha ganado lo que no merece y para lo que no está a la altura. Aconséjame para calmar un poco mi tristeza que debería ser dicha, y este dolor en el pecho que debería ser de emoción en vez de temor.”
—Nada es realmente merecido; todo es arrebatado de un modo u otro.
“Con tu poder aparta este peso de mis hombros.”
—Mi poder es tu poder, pero mi voluntad no es tu voluntad.
“¿Cómo poder estar frente a ella, tal y como el premio reclama?”
—Cierto es que en el agua te abstuviste con valor, no permitiste a tus manos rozarle una célula. Ella lo notó; no lo dice, pero está molesta de que alguien haya aguantado.
Entre ellas está Méyu, la virgen que se ha ganado a Wéishen. Su vergüenza al saberse observada por su premio es de tal intensidad que esconde la cabeza en el regazo de Yamé.
—Un coloquio similar está desarrollándose de aquel lado. Mi futura dueña se siente insignificante; preferiría ser enterrada viva que reclamar mi cuerpo.
“La imperfección no puede reclamar la perfección como premio.”
—Los imperfectos son los que se imaginan a los perfectos; ellos les dan forma y alma. Esto siempre lo olvidan.
“Otros te habrán modelado a ti, pero yo me basto con un poco de tu sombra.”
—El perfecto no se pertenece a sí mismo.
Por primera vez levanta Bárum el rostro, y la luz de Yamé cae sobre él desde lo lejos. Ese calor frio se queda en su espalda, pero el miedo cede ante la finura y delicadeza, así como la maternidad y seducción, de esos ojos entrecerrados, ante la línea solemne y ansiosa de la boca, y ante la pose del cuerpo levemente inclinado con la espalda en sutil curva. El pecho prominente lo incita con una respiración que emula a sus suspiros.
—Ella te acepta.
“Poco he hecho”.
—La vida tiene sus estándares; casi ningún habitante suyo los entiende. Déjala deleitarse contigo también.
Bárum ahora está solo en la banca. Yamé apenas mira a sus discípulas mientras adormece a Méyu en su regazo, y de la nada cierra los ojos y deja a sus labios emular la suave caricia de un beso en el aire. La resurrección a la vida ha comenzado.


          



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