Alter-ego 12: Preparativos para un viaje



Altréu ha decidido morir e impide que lo salven.



        —¡Aléjala, aléjala!
        —Calma, Méyu. Es sólo una babosa.
El cuerpo gelatinoso, gris brillante como un tren membranoso, muy cerca de la cara de Méyu.
—¡Me da asco!
—Ah, está bien —Altréu aleja la mano, la babosa deja su lenta huella húmeda—. Eres una cobarde.
—¿A ti no te da cosa agarrar una babosa con las manos? —Méyu se destapa la cara.
—Qué va, es divertido. Creo que me la llevaré y la pondré en un frasco.
Caminan saliendo del parque, la babosa pegada a su mano. Méyu la mira temerosa y asqueada. Altréu se da cuenta.
—Ya sé —dice jovial—, te voy a regalar esta babosa en tu fiesta de mañana.
—¿Eh? ¡No lo hagas!
—Si la mantienes encerrada en su frasco y la contemplas todos los días, quizás te acostumbres a ella y le pierdas el miedo, sólo recuerda ponerle hojas frescas de vez en cuando.
—Si me la das, lo primero que haré será matarla con sal.
—No lo harás.
—¡Sí lo haré!
—No eres tan cruel.
—Es asquerosa.
—Si te acostumbras a ella, verás que no lo es tanto. Además, mira su color y dime si no tiene cierta belleza.
Méyu mira un momento pero aparta la mirada, siente una babosidad en la boca y hace un gesto de asco.
—Ya lo decidí, esta babosa será mi regalo de cumpleaños para ti. Sólo prométeme que la mantendrás viva una semana, y si al cabo de ese tiempo aún te parece repugnante, yo mismo te ayudaré a matarla.
—¡Que no la quiero!
—Sólo una semana.
Llegan a la calle, esperan que cambie el semáforo.
—¡Que no!
—Vas a cumplir xxx años y aún no superas este miedo tan tonto, ¿cómo esperas enfrentarte a cosas más feas en la vida si no puedes ni ver una babosa por una semana?
Méyu reiteró mil veces que no la quería, y Altréu por fin dejó de insistir cuando el semáforo cambió de luz.

***

—Gracias por venir, chicos —dijo la señora Déla.
—¿Sigue en su cuarto? —preguntó Líe.
—Hace días que no sale —solloza—, cada vez que lo veo sigue dormido, no puedo seguir viéndolo así. Por favor, intenten hacer algo, que salga.
—Lo haremos, señora —dijo Zúruk.
—¿Méyu no vino?
—No nos contestaba —dijo Líe—, luego le avisaremos.
—Ojalá pudieran venir los cuatro juntos.
Los tres entraron en la habitación de Altréu. El aire estaba más pesado que de costumbre, la oscuridad densa, como si la luz que entraba por la ventana estuviera aplastada por ella. En la cama, el cuerpo pálido y delgado de Altréu estaba como en un trance entre el sueño y la vigilia; los ojos cerrados, la respiración acelerada, movimientos laterales de cabeza como sacudiéndose algún insecto que le rondara la cara, la piel de la cabeza parecía ceñirse a la forma del cráneo. Aquella imagen asustó a los tres amigos.
—Tréu —dijo Yéman acercándose, con un tono de triste sorpresa.
Altréu abrió de repente los ojos, exaltado por oír su nombre, y los miró a los tres como un campista extraviado que escucha a lo lejos la voz de sus rescatistas, y sonrió, auténticamente agradecido, por un pequeño instante, pero de inmediato apretó los ojos y la boca y dejó caer la cabeza hacia un lado, su expresión volvió de nuevo a su letargo inexpresivo. Yéman se colocó delante de la cama, Zúruk a la derecha y Líe a la izquierda.
—Tréu, ¿qué te has hecho? —dijo Líe, afligida.
Altréu no contestó. Si no hubiera sido por su respiración, habrían jurado que había muerto con los ojos abiertos.
—Te mueres, amigo —dijo Yéman.
No hubo respuesta.
—¿Por qué no nos hablas? Tréu, ¡Tréu!
Nada. Empezaron a preocuparse seriamente.
—No tiene caso —dijo Zúruk—, está muy débil para hablar. En lugar de llamarnos a nosotros debieron llamar una ambulancia.
La cabeza de Altréu, que encaraba hacia Líe, dio unos pequeños saltos negativos. Líe primero se sorprendió, luego se sintió colérica
—Tréu, ¿te quieres morir? —exclamó.
Sin respuesta.
—Contéstame, tonto. ¿Te quieres morir de hambre y sed, después de todo el tiempo que tuvimos que mantenerte vivo?
—Líe, no grites —dijo Zúruk, trémulo.
Resoplando, Líe se arremangó la pierna derecha, la apoyó sobre la cama y dejó a la vista de Altréu una cicatriz desde la rodilla hasta la mitad de la tibia, adornada aún por vestigios de puntadas.
—¿Recuerdas esto?, ¿eh? Al día siguiente de cuando te desmayaste por primera vez, te volvió a pasar cuando bajábamos la escalera. Yo iba delante de ti; tu cuerpo cayó sobre el mío. A duras penas logré sacar fuerzas para no perder el equilibrio por tu peso, pero luego no pude y tu cuerpo me hizo caer bruscamente de rodillas sobre el borde del escalón. ¿Recuerdas? Lloré como una bebé, pero estaba contenta de que al menos había evitado que te rompieras la cabeza.
No hubo reacción.
—¡Di algo!
—Líe, ¡no grites! —gritó Zúruk.
—Iré a decirles que llamen a una ambulancia —dijo Yéman antes de desaparecer de la habitación.
Altréu movió los ojos y aterrizaron en la herida de Líe, se quedó ahí unos segundos antes de volver al letargo.
—Tréu, no podemos dejarte en este estado —dijo Zúruk—. Volveremos a hablar cuando te hayan curado, ¿verdad, Líe?
Ella miró a Altréu por unos segundos. Luego respiró profundamente, se tapó la pierna y la bajó de la cama.
—Sí, que se encarguen de ti primero. Te conectarán una sonda o algo para evitar que te mueras. Pero vivirás.
Yéman regresó, pero se encontró con Líe caminando en dirección contraria.
—¿A dónde vas?
—Él ya ni puede hablar con nosotros, ya gastamos mucho tiempo en él como para que nos quiera hacer esto.
—Zúruk —Yéman volteó a verlo buscando apoyo, pero en él también había cansancio y un aire de rendición.
—No me gusta nada, Yéman, pero en parte estoy de acuerdo con Líe.
Yéman miró a los dos con desaprobación, atónito y decepcionado.
—¿Van a irse así nada más?
—Llamaron a una ambulancia, ¿verdad? —preguntó Zúruk.
—Sí, la señora Déla está en eso.
—No hay nada qué hacer —dijo Líe—, se lo van a llevar y no quiero estar aquí cuando lo hagan.
—Yo tampoco —dijo Zúruk.
—¿Qué les pasa, amigos? ¿Tanto es pedir apoyarlo en un momento como éste?
—Él no quiere nuestro apoyo —dijo Líe, al borde del sollozo, contemplando la triste figura de Altréu sobre la cama—. Méyu tenía razón: no tiene esperanza.
Inquieto, Yéman miró a Zúruk con un gesto de incredulidad. Tras un segundo, Zúruk dijo con voz triste:
—Volveremos cuando su vida ya no esté en peligro, Yéman. Lo prometemos.
Tras esas palabras, Líe salió de la habitación. Zúruk la siguió lentamente, y cuando pasó junto a Yéman, éste dijo:
—Me quedaré un rato, hasta que se lo lleven.
—Como quieras.
Y la habitación se quedó con sólo dos pobres amigos. Uno contemplando al otro intentando no dejarse convencer por las palabras de los que se habían marchado, firme en que dejarlo solo sería una deshonra. El otro, desparramado sobre la cama, con la cabeza de lado y los ojos inexpresivos, cerró los ojos para evitar que alguna lágrima delatora se escabullera por su mejilla.

***

Méyu (sentada a su lado) nada piensa. (Ojos vacíos sobre el durmiente) Respiración, sube y baja del pecho delgado. Un esqueleto, en eso se convierte. Había dicho que no volvería, pero aquí estoy. [El limonero de atrás de la primaria, de donde caían los limones con los que jugaban a darse de limonazos con los compañeros. Le dan a Altréu cerca de un ojo, le escoció mucho y le dejó una marca roja en la nariz] ¿Dónde estará, en qué mundo andará? Lejos de aquí, a la distancia de una apertura de ojos. No, no pienses en eso, no debes pensarlo, no debe ser verdad. [Méyu se enoja con ese niño castaño que se ríe, tal vez subestimando el dolor que ha causado a Altréu. Aprieta un limón (casi lo vuelve limonada agria) y se lo lanza justo en el mismo lugar en el que había golpeado a Altréu (qué increíble puntería)] Movimiento, ¿otro despertar? No. No hay ningún vaso detrás de ella esta vez. Imposible, imposible [¡Imposible!, Altréu exclama ante la idea de enfrentarse ellos dos solos contra los más de ocho amigos del chico castaño que vinieron a ayudarlo, (nada de imposible)] ¿A qué hora te vas a morir? [Le dan en la cabeza, en el estómago, en la garganta, en el pecho (¡Corre!), huyen y van tras ellos. (Hacia la casa abandonada) se adentran lo más posible] La vista fría, expectante, contando el número de inhalaciones y exhalaciones que aún surgen de esos pulmones. [No entren, no entren. Miedo, retroceso. (Miedosos, jajaja) A salvo en la casa embrujada, se sientan recostándose contra una pared que llora pintura, miran la extraña y tranquila soledad de ese recinto habitado por recuerdos. (¿Cómo habrán vivido los de aquí?) Nadie se acuerda. Puertas caídas, mesas y sillas tiradas, polvo por el suelo, maleza invadiendo las salas y los pasillos; pequeñas junglas formadas de arbustos a ras del suelo. Una sección sin techo hace entrar los rayos del sol. (Nuestro pequeño santuario). Jugo de limón secándose en sus ropas y pieles]. En la soledad donde el silencio grita, un aspirante a muerto abre los ojos para ver, quizás por última vez, el mundo que tanto desea abandonar.
Ninguno dice nada; las expresiones no cambian. Se observan como si compitieran por ver quién puede permanecer más frío por más tiempo, por ver a quién le importa menos la situación. Méyu está por orgullo, para que no digan que dejó abandonado a su amigo. Altréu insiste en su indiferencia para demostrar que sigue firme en sus deseos y que no ha vivido todas esas experiencias en otros mundos en vano. Si ambos quisieron en algún momento romper el silencio para llorar, disculparse o gritarse, no lo hicieron pronto.
[(Tréu, cierra los ojos un momento), y él lo hizo, (voy a poner algo en tu mano y tú adivina qué es). Altréu olía el polvo y las plantas de la casa vieja, extendió la mano y recibió en ella un objeto. ¿Es un dado? (Sí, un dado. No abras los ojos, hay algo raro en ese dado. Dime qué es) Altréu lo examina con las manos, tocando cada cara. ¡No tiene el cuatro! (Sí, ya puedes mirar). Y comprobó con los ojos que la cara donde debía estar el número cuatro estaba lisa. (Te lo regalo) ¿Por qué? (Pensaba que me iba a dar buena suerte en los limonazos, pero como no es verdad, ya no lo quiero) ¿Y qué voy a hacer yo con él? (Es tu problema) ¿Segura que no lo quieres? Aunque no sirva para nada, un dado con una cara vacía es muy raro. (Lo raro te lo dejo a ti)]

***

Tréu me dio la señal y salí de la escuela. Caminé hacia las bicicletas, donde él ya había empezado a hacer no sé qué al manubrio de la bicicleta de Tárka. Miré para todos lados y había alumnos rezagados, tuve miedo de que nos vieran, Tréu estaba tan concentrado con el destornillador que no tenía tiempo de tener miedo de que lo vieran. A lo lejos, se escuchaba el chapoteo y chismorreo de las chicas del equipo de natación que se habían quedado a practicar después de clases. Tárka en esos momentos debía estar entre ellas.
—¿Y los demás? —me preguntó.
—…
—¿Qué te pasa?
—Nos van a ver, nos van a ver.
—No me falta mucho, pero necesito a los demás.
—No deben tardar. Nos van a ver.
Lo que sea que Treú estuviera haciendo funcionó, el manubrio se desprendió y rio con malicia. En eso llegó Yéman, asustándome por detrás, y diciendo:
—Aquí está —y mostró una lata de pintura en spray—, me dio algo de trabajo sacarla de la sala de las cosas decomisadas —Tréu se la arrebató—, aun cuando Zúruk estaba distrayendo al conserje, por poco no lo logro.
Tréu se había puesto a pintar el resto de la bicicleta con la pintura verde. Todo: el cuerpo, las cadenas, las ruedas, los rayos. Extendió la lata hacia mí.
—Te toca lo último.
Tomé la lata y esparcí la pintura sobre el asiento, con miedo de mirar a los lados y encontrar a algún maestro o a algún amigo de Tárka.
—Nos van a ver, nos van a ver.
Zúruk y Líe llegaron en ese momento, formando entre todos una pared humana que cubría la vista de la bicicleta arruinada. Líe sacó de su mochila una pinza de electricista y se la dio a Yéman. Éste empezó a cortarle los rayos a las ruedas uno por uno. Mi miedo comenzó a disiparse y me sentí malévolamente alegre.
—Eso le enseñará —dijo Zúruk.
Yéman terminó y corrimos a escondernos detrás de unos arbustos cercanos que nos llegaban hasta el pecho. Momentos después sonó la alarma y la práctica de natación terminó; era cuestión de tiempo para que Tárka saliera y viera su bicicleta en ese estado. Emocionado, con el manubrio aún en la mano, Tréu visualizó en voz alta cómo esa perra debería ahora estar secándose y vistiéndose, conversando con sus igualmente perras amigas sin tener la más mínima sospecha, saldría después muy campante y vería, a lo lejos, una cosa verde deformada en el lugar donde debería estar su bicicleta, correría hacia el aparcadero y gritaría, se quedaría sin aliento o se desmayaría, y nosotros nos reiríamos mucho hasta el punto en que delataríamos nuestro escondite.
—Ahí viene —dijo Líe, con una mirada y risa tan maliciosa como nunca la vi en toda mi vida.
Pero algo muy extraño sucedió: no escuchamos ningún grito ni la vimos apresurarse a correr hacia el aparcadero. En su lugar, caminó pomposamente en compañía de las demás, formando su usual masa de voces agudas y chismosas. El tono del enjambre cambió al llegar al aparcadero, riéndose, haciendo preguntas, pero nadie se alteró. Tomaron sus bicicletas y se fueron, incluso Tárka, quedándose sola aquella chatarra verde. Quedamos mudos de confusión. Observando desde los agujeros entre los arbustos, toda nuestra emoción se convirtió en una repentina inquietud. Tréu lanzó una risa nerviosa. Líe había escondido la cara entre las manos.
—Estaba seguro de que esa era su bicicleta —dijo Tréu de repente, sentándose en la tierra—. ¡Carajo!
—Yo también estaba seguro —dijo Yéman—, siempre la había visto venir con esa bicicleta.
Salió entonces otra chica de la escuela, una rezagada del equipo de natación; no la conocíamos. Entonces escuchamos el grito, vimos las piernas corriendo hacia el aparcadero, y la mudez por la sorpresa que había previsto Tréu. Esa chica morena y alta miró hacia todos lados; parecía estar a punto de llorar. Nosotros estábamos a salvo, pues nadie se rio.

***

Ya llegaron. La ambulancia se estaciona en frente de la casa. El señor Délo también va llegando, mira la ambulancia y se apresura a estacionarse. La señora Déla recibe a los paramédicos y los acompaña al interior. El señor Délo baja del auto y los sigue.
—¿Qué sucede? —grita.
La señora Déla se detiene y mira preocupada a su marido.
—Tréu está muy grave, tiene que ir al hospital.
—¿Cómo que está muy grave?
—¡Se muere de deshidratación!
El señor Délo no dice nada, se queda consternado, preguntándose cómo no se habían dado cuenta antes. Entran corriendo.

***

Yéman está sentado al lado de Altréu cuando los paramédicos llegan junto con los padres. Los paramédicos se acercan a la cama y lo examinan, la piel, los ojos, el cabello, el pulso.
—¿Dice hasta ayer se veía bien? —preguntó uno de los paramédicos, el de más edad, de rostro experimentado.
—Sí. Hoy sus amigos lo descubrieron así
—Es raro, este nivel de inanición generalmente ocurre tras una semana o más.
—Traigan agua —ordenó el paramédico joven.
El señor Délo se apresuró a traer un vaso de agua, el paramédico joven se lo pasó a su compañero y éste intentó hacerlo beber. Treú movió la cabeza con la boca cerrada.
—Tienes que beber un poco, amigo —dijo el paramédico joven.
—Anda, Tréu, bebe —dijo Yéman.
Altréu sacó fuerzas y con un golpe con el dorso de la mano apartó el vaso, que cayó de la mano del paramédico y se hizo pedazos en el suelo.
—No —masculló Altréu con una voz apenas audible.
El paramédico de porte experta se levantó del lado de Altréu. Estaba inquieto por esa violenta negativa, pero mantuvo la calma. Ya había visto casos de anorexia y bulimia antes, y supuso que sería algo similar.
—No se preocupen —dijo a los padres—, en el hospital lo atenderán.
—Voy por la camilla —dijo el paramédico joven, y salió.
—No —masculló Altréu. Nadie pareció oírlo más que Yéman.
—¿Cómo pasó esto? —preguntó la señora Déla, llorando. Su esposo la abrazó.
El paramédico joven llegó un momento después. Altréu levantó un momento la cabeza.
—No —masculló enojado, cerró fuertemente los ojos un instante y luego su cabeza cayó sobre la almohada. Dormido una vez más.
Los dos paramédicos se acercaron a la cama por un lado para colocar a Altréu en la camilla. Sin embargo, en el momento de acercarse, chocaron contra algo invisible que les impidió llegar hasta él. No hubo sonido de impacto, sólo la dura sensación de no poder seguir avanzando. Atónitos, lo intentaron otra vez, pero no lo consiguieron. El paramédico experimentado extendió lentamente una mano hacia Altréu, y una vez más ésta tocó la pared invisible, cuyo tacto recordaba a un metal helado. Los paramédicos bordearon el campo invisible como si hicieran pantomima, y comprobaron que toda la cama era ahora inaccesible.
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Délo.
Los paramédicos no supieron qué contestar, miraron a los padres con cara de tontos, como niños que no se sabían la lección en la escuela y esperaran un castigo. Yéman se puso de pie y también extendió la mano, la apartó en cuanto sintió la barrera como si fuera fuego, luego la volvió a tocar y dejó su mano un momento sobre ella, luego la golpeó suavemente con la palma, después un poco más fuerte. No había ruido; sólo una dureza impenetrable.
—Señores Néi —dijo Yéman, impactado—, vengan.
Los paramédicos se apartaron de la cama, sin saber qué hacer ni hacia dónde mirar. Los padres se acercaron a la cama y extendieron las manos como Yéman lo hacía. Ahí estaba Altréu, sobre la cama, protegido por una pared inexplicable de cualquiera que en ese momento quisiera salvar su vida.

***
Méyu no regresó a casa inmediatamente después de salir de la casa de Altréu. Fue el mismo día que él había anunciado sus planes de dejarse morir. Caminó hacia el parque, se detuvo frente a la avenida esperando el semáforo y vio el lugar en el que Altréu había caído el día en que por fin lo habían hecho salir de su cama, y ella había tenido la falsa esperanza de una recuperación. Veía un fantasma tirado, patético como un borracho, profundamente dormido. Cruzó. Se adentró en el parque, evitando la zona de patinaje. Caminó hacia la cascada artificial, donde vio ranas nadando; se imaginó aplastando una de ellas con el pie. Salió del parque y caminó hacia el norte, alejándose de la avenida y adentrándose hacia la colonia Míryi, donde no prestó atención a los múltiples comercios que la infestaban; reparación de automóviles, comida china, alquiler de trajes, lavandería abierta las 24 horas, licorería (sólo licores nacionales), artículos para vehículos, ebanistería, tapicería. Estaba todo vacío para los ojos de Méyu; caminaba por un distrito fantasma insonoro. No se detuvo hasta llegar al lago de Éntas, alrededor del cual habían construido la ciudad homónima[1]. Se sentó cerca de la orilla, sobre el pasto y arrojó piedras al agua, una tras otra hasta que ya no tuvo más a la mano. Pasó así unos veinte minutos mirando cómo la superficie del agua se movía al arrojar las piedras, pero las ondas le parecieron demasiado simétricas, se movían de manera tan estética que se sintió furiosa; no quería que cada onda fuera igual, quería que una resultara cuadrada; otra, triangular; otra que se transformara en una ola que la empapara, o que como mínimo surgiera una burbuja amorfa y flotara en el aire, igual que aquella en el cuarto de su gran amigo Altréu. Se levantó y enfiló hacia su casa. Su paso era lento, la ciudad ya no estaba fantasma, pero todos sus habitantes y las tiendas sólo existían a medias, y los detestó a todos porque no existían lo suficiente. Quiso detenerse en una de las tiendas que vendían ropa, preguntaría: “¿tienen ropa abrigada?”, y le dirían que no, dado que están en pleno verano, y se enojaría porque no tendrían ropa para invierno, se iría y entraría al restaurante de comida china, ahí preguntaría: “¿tienen pénkak draóhi?”, y le dirían que no porque sirven comida china y no danzilmaresa, y se enojaría porque ella quería un pénkak draóhi y no podría comerlo porque había entrado en un restaurante de comida china. Luego pasó junto a una farmacia, y de nuevo se imaginó entrando para comprar una botella de agua, la cual bebería en el camino, pero esa agua no flotaría; caería directamente en su boca, donde sería retenida por un momento antes de caer en su estómago, y se enojaría porque el agua no flotaría. Y súbitamente dejó de sentirse tan enojada. Sintió como si la Méyu de hacía sólo unos minutos, la que se había imaginado un montón de tonterías, perteneciera a una Méyu que sólo existía en el mundo de los sueños más borrosos, en el sueño de un ebrio perdido a punto de entrar en un coma. Pero ahora toda el agua la veía flotar; los pequeños charcos que quedaban de la lluvia de anoche se levantaron hacia las nubes; las botellas abiertas de los transeúntes derramaban su contenido hacia el cielo; el agua de las fuentes se había convertido en géiseres que se elevaban hasta perderse de vista. La levitación del agua se volvió un fenómeno natural, parte de la vida como la conocía al igual que una puesta de sol. Pero ¿no estaban ellos mismos hechos de agua? ¿Cuánto era el porcentaje de agua del cuerpo humano?, ¿sesenta por ciento?, ¿por qué no flotaban? ¿Por qué ella no flotaba? Contuvo el aliento, le pareció escuchar el líquido de su cerebro como si fuera un río que intentaba escapar de su cráneo por los ojos, la nariz, los oídos, los poros. Tenía que convencerse nuevamente, reafirmar la realidad de que el agua en realidad no flotaba. Se detuvo, vio a un hombre en edad madura esperando en la parada del autobús. Como si nada, se le acercó e hizo como si esperara también. Lo examinó; seguramente trabajaba en una oficina, se veía muy sereno, muy decidido; sus ojos eran firmes y severos, su porte era duro, preparado para cualquier ataque; estaba suficientemente avanzando por la vida tal cual la ha entendido desde que se acostumbró a ella en algún momento de su infancia, o quizás de su adolescencia; como sea, era la cara de un hombre con experiencia en la vida, alguien que la conoce y no duda de ella, de los que podrían decirte la situación del yáo danzilmarés frente al dólar americano y dar toda una conferencia sobre la economía de ambos países. Si existe alguien que podría sacarla de su duda y volverle a poner los pies en la tierra a Méyu, era ese hombre.
—Disculpe —dijo Méyu.
El hombre la miró sin cambiar su expresión, lo que reafirmó los ánimos de Méyu.
—¿El agua flota en el aire?
Primero fue como si no la hubiera oído, luego su duro rostro se suavizó; la sorpresa lo debilitó; tan acostumbrado estaba al mundo tal cual lo conocía que una pregunta de tal naturaleza le hacía bajar la guardia, pues contradecía lo grabado con fuego en su entendimiento. Abrió un poco la boca; no dijo nada; su serenidad se tambaleó. Méyu imaginó que si en ese momento aquél hubiera intentado caminar, se habría caído de bruces. Pero al instante, el hombre volvió a cerrar la boca; en su mente alguna explicación se estaba maquinando, alguna razón para justificar la existencia de dicha pregunta que nadie que haya vivido más de tres años en ese mundo se debería preguntar, nunca. Si pensó o no en alguna razón, Méyu nunca lo supo, sólo lo vio volviendo a adquirir su porte serio y seguro que tenía al principio, como un luchador que se repone de un ataque sorpresa y se prepara para pelear en serio.
—No —dijo el hombre moviendo la cabeza de lado a lado, en movimientos muy pequeños pero poderosos, buscando dar un mayor impacto en esa respuesta al dársela tanto oral como visualmente.
—Gracias.
Méyu se alejó de ahí sin mirar atrás, aunque se imaginó que el hombre tendría sus ojos severos sobre ella hasta que desapareciera de su campo visual o el autobús llegara, y sería quizás pronto olvidada, o recordada para siempre. Ahora podría existir una versión de una Méyu loca en la mente de ese hombre, que tal vez sea pronto compartida a sus compañeros de trabajo o a su familia como mera peripecia inesperada de la vida, igual a las interminables peripecias que le ocurren a todos los humanos a lo largo del globo. Sea como sea, una versión de ella ahora existía en potencia en la mente de otra persona, pero no era realmente Méyu, no, porque Méyu no cree que el agua flote, no cree que los sueños sean viajes a otros universos, no, esa no sería Méyu, esa sería otra Méyu.

***
-¿A qué hora llegó a casa?
-A las 6:24 pm.

-Define, de manera general, los sentimientos de Méyu mientras se dirigía a su habitación.
-Tranquila; la respuesta del hombre en la parada del autobús había tenido en ella el efecto de un calmante poderoso. Hasta los detalles de su visita a Altréu eran ambiguos. ¿Había ocurrido algo que desafiara las reglas de la realidad como la entendía? No.

-¿Qué consecuencias se imaginaba el subconsciente de Méyu de haber verdaderamente ocurrido tal fenómeno?
-El replanteamiento de todas las tesis que propugnan que Altréu no está viajando a otros mundos. Tendría que afrontar el miedo de admitir su error y retractarse, y lo peor, probablemente apoyar la propuesta de Altréu con respecto a su planeada muerte. De resultar cierto todo eso, habría que replantear las tesis que defienden la inescapabilidad de la realidad; habría muchos mundos aparte de ése y habría al menos una persona en el planeta capaz de acceder a ellos, y todos querrían seguir sus pasos para escapar igual que él; descuidarían su realidad anhelando llegar a otra y no habría manera de convencerlos de no tener ese anhelo y de no intentarlo. El mundo se iría al carajo; habría suicidios en masa. Se imaginaba ya a todos los que calificaran su vida de miserable saltando por todos los riscos del mundo gritando con estrépito: “¡hay aún otros mundos!”, y no habría ya nadie que pudiera decir: “no es cierto, sólo hay uno”. ¡No! Sería necesario enterrar esa verdad; todos los que la supieran deberían ignorarla, olvidarla tan pronto la conocieran, fingir que no existía, y Méyu estaba haciendo de su parte por proteger a su realidad del colapso inevitable que traería la consciencia de que se puede escapar de ella.

-¿Qué hizo al llegar a su habitación?
-Se cambió a ropa más cómoda y se sentó en la cama por un largo rato. Su mente inconsciente seguía maquinando todos los planteamientos ya expuestos en la pregunta anterior. Pensaba en la tarea de matemáticas para el día siguiente; tuvo la impresión de que no la había terminado, de que le faltaba un ejercicio al final, extendiendo la mano tomó su libreta del escritorio y comprobó que sí lo había terminado todo. Pensó qué otra tarea le faltaba, pero todo ya estaba hecho; no tenía ya ningún deber escolar que la hiciera distraerse. Pensó en su madre, sí, que la llame para hacer algo, algún recado, limpiar algo, sacar la basura, sólo platicar, ¡no!, podrían terminar platicando de Altréu, mejor que no la llame. Leer algo, sí. Vio su libero: 1984, Un mundo feliz, Farenheit 451, cuentos de Ráu Shorsta, Leyendas danzilmaresas, Orgullo y prejuicio, Kelkán Madí aún en su envoltorio. No, mejor no; la lectura estimula la mente; hace pensar sobre las cosas, y si su mente se estimulaba y se ponía a pensar podría acabar regresando a los planteamientos ya presentados anteriormente.

-¿Qué hizo entonces?
-Caminó de un lado al otro, se sentó sobre la cama, se acostó en ella, se tapó con las sábanas, cerró los ojos, los abrió, se quitó la sábana, miró el techo y contó una y otra vez los cuatro lados de la teja que tenía justamente encima: uno dos tres cuatro, uno dos tres cuatro, uno dos tres cuatro. Se incorporó, se vio reflejada en el espejo de su tocador, tiene el cabello revuelto; tendrá que cepillárselo. Miró la ventana: cielo y copas de árboles, también cables eléctricos y nubes (está en el segundo piso), azul verde gris blanco, azul verde gris blanco, azul verde gris blanco. Se levantó, contempló su cuerpo en el espejo, recordó la suciedad del exterior: sudor, humo y polvo de corteza de árbol. Se metió en el baño y se desnudó. Se miró al espejo; qué hermosa se sentía, un hombre tenía que ser gay para no masturbarse pensando en ella, rio orgullosa, modelando entró en la regadera. Se duchó, debió haberlo hecho antes, antes de cambiarse y llenar de sudor, humo y polvo de corteza de árbol su ropa de casa. En bata regresó a su cuarto y se vistió. Se sentó en la cama.

-¿Cómo mantuvo su mente distraída?
-Se secó y cepilló el cabello, navegó un rato por internet, jugó juegos, escuchó música, vio una película, se masturbó, bailó un rato poniendo música a medio volumen, se cortó las uñas, bajó a cenar, vio otra película, se durmió.

-Es sabido que a la mañana siguiente, al bajar a desayunar, sus ojos vieron algo que habían ignorado la noche anterior, ¿qué era y cómo reaccionó?
-Sobre el marco de la ventana del lavabo que daba al jardín, vio el frasco con la babosa que Altréu le había regalado hacía cinco años. Su primera reacción fue de sorpresa, como si no pudiera recordar que durante cinco años estuvo al cuidado de ella aunque sólo había prometido una semana. ¿Por qué la había mantenido con vida? En aquel momento ya no supo la respuesta; conjeturó que por orgullo, para superar las expectativas de Altréu y demostrarle que no tenía miedo, y al pensar en eso empezó a sentir ira. Otra parte de su consciencia pensó que las babosas eran casi cien por ciento agua y la imaginó levitando, pasaría en frente de las narices del hombre de la parada del autobús y éste se lanzaría de un precipicio. No aguantó más. Agarró el frasco con fuerza y abrió la tapa agujereada. La babosa seguía ahí reptando en medio de las hojas verdes que le había puesto el día anterior, antes de ir a ver a Altréu. Tomó el salero y lo dejó suspendido sobre el frasco abierto, ordenó a su mano que iniciara la rotación necesaria para que la sal empezara a caer, pero la mano no le obedeció; se reveló. Pensó en el popular mito de arrojar sal por encima del hombro para ahuyentar a la mala suerte. ¿Qué iba a ahuyentar esa sal? ¿Haría acaso que el agua deje de flotar, que Altréu deje de viajar, digo, de dormir? No, era sólo por la babosa, sí, esa jodida babosa que aún es parte de lo que alguna vez fue Altréu. Sí, Altréu quiere morir, ¿no? La babosa es aún un vestigio de su existencia en la vida de Méyu, pero él quería dejar de existir, no sólo en el mundo, sino también en su conciencia, en sus recuerdos, ¿verdad? Sí, tenía que dejar ir a Altréu del mismo modo que él había dejado ir a su familia, a sus amigos, a su mundo, todo por existir en otro universo paralelo. Pero no pudo hacer rotar su muñeca. La otra mano, confabulada con la otra, apartó el frasco de un golpe con el dorso y lo hizo caer al suelo, haciéndose pedazos, desperdigando las hojas y dejando a la confundida babosa arrastrándose sobre la loza de la cocina. Méyu cayó vencida al suelo, sentada contra la pared, y lloró por largos minutos.

-¿Qué hizo la babosa?
-Contra toda probabilidad, se arrastró lentamente hacia Méyu.

          

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[1] Según la mitología danzilmaresa, el héroe Éntas nació de ese mismo lago, razón por la cual lleva su nombre.

Comentarios

  1. Que interesante relato y dialogo de personajes de ficción. Engancha para que te quedes leyendo hasta el final. Muy bueno. Un saludo de ANTIGÜEDADES DEL MUNDO

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